Por Luis Valenzuela Vermehren
La baja tasa de participación ciudadana registrada en los últimos comicios ha provocado en determinados sectores de la opinología política una reacción que apoya nuevamente la re-introducción del voto obligatorio. Ante dicho escenario resulta conveniente recordar un aspecto del debate que se ha dado en torno a esta temática, puesto que arroja luz sobre el carácter autoritario de este tipo de iniciativas. Ello señala, asimismo, las deficiencias propias del sistema de representación que gobierna a nuestra mentada democracia.
El segundo planteamiento fue la redacción de una constitución que construye el orden político post-dictatorial que todos conocemos. Un principio rector de dicho documento fue el delinear los fundamentos de un tipo de orden excluyente y, se argüía, ‘estable’, que no permitiese una participación amplia de las distintas posturas ideológicas que con anterioridad habían presumiblemente colocado las semillas de la discordia en la sociedad chilena.El ejercicio es de sumo interés desde el punto de vista de la historia reciente de la cultura política chilena, cuyo momento autocrático puso en jaque la noción de lo político al definirlo como mera politiquería que requería, de acuerdo con la percepción de algunos en aquel entonces, de medidas disciplinarias capaces de sofocar aquellos impulsos de la sociedad tendientes al “desorden” y al “caos”. Enseguida el país entró de lleno a una fase de autoritarismo que, en primer término, y por medio de la violencia y la suspensión de los derechos civiles, intentó destruir a todo opositor del nuevo orden establecido.
Dicha constitución política define hasta hoy los niveles de acceso al poder y, por medio de un importante grado de convergencia ideológica desde la derecha hasta la izquierda, construye y perpetúa, además, un sistema económico decididamente marcado por crecientes niveles de desigualdad. De cierta forma, es lo que en el contexto de la política norteamericana Noam Chomsky ha calificado como la creación de un “partido empresarial” con dos ramas (Demócratas y Republicanos). Analógicamente, tanto Chile Vamos como la Nueva Mayoría vienen a reproducir la lógica política del sistema norteamericano en el sentido de crear un orden que resguarda y promueve intereses privados que, a su vez, definen el tejido de la estructura económica, y por tanto, de la estructura social chilena. Políticamente esa desigualdad también afecta el acceso al poder político que se restringe mediante el financiamiento necesario para campañas electorales de alto costo.
El debate en torno a la naturaleza del voto en Chile, visto desde este entendimiento de su historia política reciente, se enmarca dentro de las reglas del juego constitucionales que dieron inicio a una democracia formal-procedimental durante la fase inicial de la Transición. Pero también se enmarca dentro de la actual lógica electoral propia de un sistema de partidos excluyente y de un sistema económico en el que prima, a su vez, la desigualdad social y la concentración de la riqueza. En tal sentido, no es poco razonable sostener que el debate mismo quedó de alguna manera estructurado por la naturaleza del sistema político-constitucional descrito aquí y por los intereses políticos y económicos que gobiernan ese sistema. Quisiera explorar dos argumentos populares, pero deficientes, o al menos altamente cuestionables, que justifican el voto obligatorio sobre fundamentos “éticos” y que finalmente resultan parciales y favorecen –al menos en el corto plazo– a las élites políticas y económicas de nuestro país.
El argumento “anti-elitista” y la idea de una virtud cívica por decreto
Un argumento sostiene que el voto voluntario beneficia principalmente a las clases privilegiadas puesto que parecieran acudir más activamente a las urnas los sectores socio-económicos altos. Asimismo, algunos politólogos sostienen que el voto debe ser obligatorio por cuanto constituiría una “virtud cívica” o cuasi obligación moral que hace al ciudadano entregar al Estado su participación en las urnas a cambio de los bienes sociales que éste ofrece al ciudadano.
No obstante lo razonables que parecen ser estas afirmaciones, pecan de ser, en último término, cuestionables por cuanto ninguno reconoce el problema de fondo: la atrofia histórica de una cultura cívica y política que ha redundando en la esterilización de la actividad política misma en el sentido de convertir a la sociedad civil en mero objeto y medio de acceso al poder. En un cierto sentido, dichos argumentos constituyen, junto con la baja participación ciudadana y los argumentos a favor del voto obligatorio, síntomas de un mismo sistema político en declive que requiere, ciertamente, de medidas de otra especie.
Así, la primera postura, que busca “democratizar” las urnas, en verdad pareciera sólo promover una mayor concurrencia de votantes y no más que eso. A modo de ejemplo, un estudio de Annabelle Lever, “Is Compulsory Voting Justified?”, sugiere que el voto obligatorio no democratiza necesariamente las urnas, así como tampoco, según los estudios citados, despierta mayor interés en la política ni gatilla instancias de mayor conocimiento sobre lo político. Es más, tampoco pareciera surtir un efecto evidente sobre los resultados eleccionarios y, lo que es peor, existirían motivos para pensar que este tipo de medidas sólo incrementa la alienación entre el universo de no votantes y el sistema político que no suele articular sus demandas. El derecho de no votar, sostiene, no es asunto trivial. El no votar sintetiza al menos dos fenómenos que son propios de la democracia. Primero, que las instituciones de gobierno existen en función de servir al bien público, y no lo contrario. Segundo, que los derechos y deberes de los ciudadanos son cualitativamente distintos de los de sus representantes por cuantos éstos últimos poseen importantes facultades y responsabilidades que los primeros no tienen. En todo caso, se sostiene que la obligatoriedad del voto dista mucho de ser un deber implícito en el concepto mismo de sufragio universal y se tiende a trivializar el poder asimétrico entre clase política y ciudadanía toda vez que además pasa por alto los motivos legítimos por no votar. Se podría recalcar, luego, el carácter esencialmente paternalista de semejante argumento que dictamina cómo y cuándo debe votar la ciudadanía al tiempo que desprecia, por ello mismo, su autonomía decisoria.
La segunda postura apela a la idea de la “virtud cívica”. Constituye más bien un sofisma que despliega un limitado entendimiento del concepto clásico de la virtud en el sentido de consagrarla como algo que sólo se expresa en aquel momento culmine frente a la urna. Sin embargo, de acuerdo con las concepciones ético-políticas convencionales, la virtud es una cualidad o hábito adquirido por la experiencia, la práctica y la educación, lo cual significa que la virtud misma, sin importar su manifestación específica, comporta un elemento de conocimiento, reflexión, y conciencia del bien y, sobre todo, del ya enterrado concepto del bien común. Si hablamos de la virtud cívica, se trata, entonces, de una virtud articulada concienzuda y reflexiva. El singular acto de votar vendría a constituir, así, la culminación de un proceso de contemplación política anterior acerca del bien y en torno a las alternativas ofrecidas a la ciudadanía. Son cualidades que, dicho de otra forma, no se adquieren por decreto.
Una anécdota que se tiene de Benjamín Franklin, uno de los Padres de la Patria norteamericano, cuenta de una pregunta que se le habría hecho sobre el estado de la nación: “Bien, doctor. ¿Qué será lo que tenemos—una República o una Monarquía?” A lo que presumiblemente contestó, “Una República si es que la puedes conservar.” La aseveración de Franklin tuvo por propósito enfatizar la necesidad de cultivar la educación y los hábitos cívicos en ausencia de los cuales se corría el peligro de permitir el desarrollo de condiciones sociales que favorecieran la emergencia del autoritarismo. Esta conceptualización de la virtud cívica fue acompañada, además, de una postura perenne sobre la función del poder político: éste debiese servir prioritariamente el bien público. De lo contrario se trata de un fenómeno tendiente a la consecución de la tiranía. Dicho de otro modo, la virtud cívica como producto de una cultura política activa y, debemos necesariamente añadir, la virtud de la justicia, que es fundamento de toda virtud, son dos elementos éticos que instruyen tanto al ciudadano como a aquellos que ocupan los sitiales del poder político.
Visto así, el argumento que favorece el voto obligatorio como medio para fortalecer la virtud cívica, resulta parecido a obligar por decreto la moral, o bien, el amor. El voto por decreto no puede, como resulta fácil deducir, generar cultura cívica. De todos modos, privilegia un estilo de hacer política que beneficia a un status quo de pedigrí autoritario que controla y define los temas y prioridades de la agenda pública. El debate actual en torno a la Asamblea Constituyente, reproduce, de manera semejante, las tensiones, resquemores y recelos elitistas que problematizan y dificultan la democratización de la política nacional. De cualquier forma, la idea del la obligatoriedad del voto se presenta, en lo argumentativo, como una medida particularmente autoritaria porque prescinde de una voluntad política tendiente a crear las condiciones que fomenten una virtud cívica más profunda dentro del tejido de la sociedad civil. Obliga a votar pero no crea cultura política. La contracara de aquel decreto autoritario que en Chile proscribió la participación política se transforma luego en el decreto que la exige.
La ciudadanía como objeto: el abandono de la virtud cívica por la clase política
Desde el punto de vista del ejercicio del poder, uno de los principales problemas asociados a la emergencia de la política de masas ha sido, al menos desde las postrimerías del siglo XX, la necesidad de controlar o bien dirigir la opinión pública. Ya el trabajo de Harold Lasswell de 1935, “The Person: Subject and Object of Propaganda”, define la propaganda como “una técnica de control social. En tanto técnica representa la manipulación de actitudes colectivas por medio del uso de símbolos significativos (palabras, imágenes, música).” Ello ha significado plantear el desenvolvimiento de lo político en términos de una imbricación de técnicas de publicidad, que favorecen hoy el culto a la personalidad, con la tendencia paralela de convertir la política en un espectáculo de masas en el que el show prima por sobre una temática pública de trascendencia. Con el beneplácito de los medios de comunicación, las trifulcas y los “debates” sobre la problemática social frecuentemente se convierten en meros certámenes de desprestigio entre tribus rivales que compiten para acceder a cargos públicos por medio del voto popular.
El espectáculo estructura la agenda pública en términos que favorecen a aquellos intereses que gobiernan un modelo económico y un sistema de representatividad política deficientes. Así, el advenimiento de la democracia no significó, en este sentido, una mayor democratización de la sociedad, sino una profundización tanto de la injusticia social como de aquella brecha entre la sociedad civil y las élites políticas chilenas. La tarea que la clase política se propuso consistió, y consiste aún, en cultivar lealtades ciudadanas y de consolidar su legitimación mediante aquel apoyo periódico materializado en las urnas. La política se transmuta en show de televisión con libretos y actores iluminados por las luces de los estudios televisivos. El camino hacia el poder debe ser refrendado por un paroxismo popular final después del espectáculo: la emisión de un voto esperanzador por parte del ciudadano. La legitimación política, dada esta particular forma, paradojamente representa no el ejercicio de la virtud, sino el socavamiento de toda virtud. El acto cívico, pues, redunda no en la representación política, sino en la cuasi-legitimación de actores públicos cuyas espaldas se vuelcan luego a la ciudadanía misma.
Dicho guión dista de ser novedoso. El historiador norteamericano Christopher Lasch, en La Rebelión de la Élites y la Traición a la Democracia, extiende una crítica a las élites de su país señalando cómo éstas, resguardadas en sus nichos varios de poder, han hecho abandono de la clase media norteamericana sin aceptar tampoco colocar límites a su propia conducta ni fortalecer vínculos con la nación, traicionando así el sentido primitivo de la democracia que a ese país le fue propio. El veredicto de Lasch cala hondo: “La élite ha perdido contacto con el pueblo. El carácter irreal y artificial de nuestra política revela un aislamiento de la élite respecto de la vida común, y posee una convicción secreta de que los verdaderos problemas [sociales] son irresolubles”. Así, el análisis general de Lasch parece perfectamente analógica al contexto político nacional y hace posible sostener que el abandono de la virtud cívica comienza particularmente cuando el poder político no acoge, de manera sistemática, la demandas sociales permanentes de su país. Remontándonos a la antigüedad, en Sobre los Deberes, Cicerón habló, asimismo, de aquellos hombres que “abandonan a la sociedad humana” en lugar de defenderla y ampararla. Estos cometen, de acuerdo con su visión, una injusticia pues se ocupan más bien de las “manías” tales como “los mandos, los honores y la gloria”. Cicerón procede de inmediato a citar a Ennio, el antiguo poeta romano, quien declara: “Para el que quiere dominar, no hay fidelidad ni vínculo sagrado”. La imagen de espectáculo propio del narcisismo político, el zeitgeist social individualista y el imaginario político hobbesiano en el que todos aspiran a un poder ilimitado, construye, de algún modo, el carácter de nuestra época. La figura del político es la de aislamiento frente a la distopía creada por él. Habla de virtudes que finalmente no posee.
¿La construcción del homo politicus virtuoso?
Sin importar el régimen específico de voto que impere, ni el político ni el ciudadano pueden construir un verdadero estado democrático sin una activa participación de ambos en la vida pública. La vida pública, de por sí, debe nacer de una suerte de concepción del bien individual y colectivo. Dicha concepción, empero, debe encontrarse fortalecido por los hábitos y los principios éticos que fundamentan la política misma. Desde el punto de vista del poder político actual, la ausencia de una brújula ética torna dificultoso fijar prioridades sociales y generar políticas de gobierno que fomenten valores tales como la justicia y el bien común. Desde el punto de vista del ciudadano, el acto de votar debe, asimismo, representar la culminación de un proceso anterior que eduque e informe debidamente al votante y lo transforme en partícipe y agente indiscutible de la res publica. Una cultura cívica desarrollada y educada, así como también la genuina articulación de la virtud de la justicia, son antídotos para la indiferencia y la apatía. La responsabilidad de su realización recae principalmente en los estamentos del poder nacional que, por décadas, han sorteado su deuda con la sociedad civil y que, en tiempos de crisis como el actual, buscan transformar su deber representativo en un deber legitimador de una ciudadanía políticamente cosificada. He aquí una corrección: a diferencia de lo esgrimido por un segmento de la opinología politológica y por la clase política chilena, el acto de votar no es un deber, sino históricamente se ha constituido como un derecho adquirido con el desenvolvimiento de los movimientos sociales. El ejercicio del voto es, y debe ser siempre, la manifestación del libre albedrío del ciudadano pensante y no un acto decretado desde las cúpulas. Las instituciones del poder político, en cambio, tanto constitucionalmente como filosóficamente, poseen el deber de gobernar y dirigir el Estado hacia el bien colectivo. Ello es precisamente lo que las instituciones mismas no han sabido hacer y es, precisamente, lo que explica la crisis de legitimidad que mancilla a la clase política actual y que se traduce en tasas bajas de participación ciudadana. Dicho de otro modo, la ciudadanía no ve en sus representantes su propio futuro.
La sociedad civil, en tanto concepto político-filosófico y comunidad humana real, no le debe a ningún gobierno ni a ningún legislador, ni por costumbre histórica ni por derecho natural, una lealtad irrestricta legitimadora. Por el contrario, la lealtad y la legitimidad políticas son cualidades adquiridas con un recto ejercicio un poder. Para ello, la deliberación de la polis, acto que debe reunir a la sociedad civil y a los poderes del Estado, ha de darse en torno a aquellos principios fundantes de la vida social colectiva. Esto significa dirigir la mirada hacia tareas esenciales que permitan un cambio de imaginario social. Hoy, esto implica, como mínimo, emprender un esfuerzo de reforma que incorpore a los distintos sectores sociales que, siendo de todos modos gobernados, no encuentran canales de expresión ni contextos comunicacionales que permitan forjar debates legítimos, pues no constituyen parte integrante de la agenda política oficial. También implica, por parte de los poderes legislativo y ejecutivo, responder correctamente al mandato de representación entregada a través del voto popular.
Publicado en: redseca.cl y elmostrador.cl